Esta semana tuve la posibilidad de recordar un episodio de mi vida a través de la experiencia de otra persona. Hace un año atrás, en esta misma fecha, vivía una de las crisis personales más difíciles de afrontar. A nadie se lo comenté y decidí incluso no contárselo a Dios por temor a lo que fuera a pensar de mí…como si Él ya no lo supiera…o como si algo de lo que yo hiciese pudiera hacer que Él me amara menos, pero bueno, no se puede decir que no lo intenté.
Esta fuerte crisis terminó de manera no muy favorable para algunas personas, sufrieron mucho por causa mía y yo terminé exhausta, sin ganas ni voluntad para nada. En medio de esta montaña rusa de emociones, nada parecía mejorar. Cuando pasó un poco el tiempo bajaron las revoluciones y todo entró en una aparente calma que se mantuvo con el correr de los meses. Sin embargo, no había vuelto a pensar en este estado ni en esta etapa hasta hace poco tiempo atrás, hasta que alguien vivió una situación muy similar a la que les menciono.
Lo que más me impresiona de todo es lo fácil que olvidamos las circunstancias por las que pasamos, lo rápido que olvidamos los momentos en que Dios nos ha sostenido de Su mano poderosa y cómo nos ha enseñado a partir de esa circunstancia. Hoy miro atrás, sólo un año atrás, y me doy cuenta de que soy una persona totalmente distinta, por fuera sigo siendo exactamente igual (exactamente igual de pequeña para quienes me conocen), pero por dentro algo cambió y cambió para siempre. Este cambio fue positivo, me hizo crecer, pero también generó mucho dolor. A veces el crecer duele y el aprender cansa. Pero ambos nos acompañan por el resto de nuestras vidas.
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